RINCÓN DE LA HISTORIA

Navegación e historia de la ciencia: La vida a bordo: los hombres de la mar en el siglo XVI[1]

Navigation and history of science: Life on board: Men of the sea in the 16th Century

 

Ignacio Jáuregui-Lobera

 

Instituto de Ciencias de la Conducta y Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. España

 

* Autor para correspondencia.

Correo electrónico: ijl@tcasevilla.com (Ignacio Jáuregui-Lobera).

 

Recibido el 2 de diciembre de 2019; aceptado el 20 de diciembre de 2019.

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Cómo citar este artículo:

Jáuregui-Lobera I. Navegación e historia de la ciencia: La vida a bordo: los hombres de la mar en el siglo XVI. JONNPR. 2020;5(3):347-58. DOI: 10.19230/jonnpr.3433

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Jáuregui-Lobera I. Navigation and history of science: Life on board: Men of the sea in the 16th Century. JONNPR. 2020;5(3):347-58. DOI: 10.19230/jonnpr.3433

 

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Resumen

El objetivo del presente trabajo fue sintetizar los aspectos básicos de la vida a bordo de los marineros españoles del siglo XVI. Dado el tiempo que pasaban navegando, el barco era la verdadera residencia del marinero, residencia mejor o peor según el rango de la tripulación. Pero si la vida en el barco era dura, muchos de los embarcados estaban en la gloria si se comparaba con sus penurias en tierra, en el barco, al menos, se comía. Horas y horas de trabajo se paliaban con cierto ocio a base de juego, algunas lecturas religiosas y sexo a bordo, que también había. Naufragios, incendios, epidemias, batallas y otros sustos diversos entretenían a los intrépidos marineros, buscavidas de la época. Todo ello en medio de unas lamentables condiciones higiénico-sanitarias, eso sí, no mucho peores que las que se ofrecían en tierra firme.

 

Palabras clave

Vida a bordo; hombres de la mar; marineros; navegación; siglo XVI; escorbuto

 

Abstract

The objective of this study was to synthesize the basic aspects of the Spanish sailors´ life on board in the 16th century. Given the time they used to spend sailing, the ship was the sailors´ main residence, a better or worse “house” depending on the range of the crew. But if life on board was hard, many of those sailors were in glory when compared with their hardships on land, at least they could eat on the ship. To many hours of work were palliated with some leisure based on games, some religious readings and sex on board, which they also had. Shipwrecks, fires, epidemics, battles and other diverse scares “entertained” the intrepid sailors, a sort of hustlers of the time. All this in the midst of unfortunate hygienic-sanitary conditions, which were not much worse than those offered on the mainland.

 

Keywords

Life on board; men of the sea; sailors; navigation; 16th Century; scurvy

 

 

INTRODUCCIÓN

Hablar de vida a bordo nos lleva a la imagen de marineros embarcados en mejores o peores condiciones. Como señala Casado (1), el primer y permanente problema del estudioso que se acerca a este tema es el de la denominación de los diferentes tipos de barcos, puesto que una misma palabra puede referirse, simultáneamente o a lo largo del tiempo, tanto a un genérico de embarcación, como a un tipo específico, cuando no a dos o más tipos claramente diferenciados. En el siglo XVI hay que dejar constancia de dos hechos que cambiaron el panorama español y europeo. El primero fue la exploración del globo liderada por marinos españoles y portugueses; el segundo el surgimiento de la reforma protestante. Es fácil imaginar todas las vicisitudes que ambos hechos originaron, pero una confluencia de gentes aconteció en Sevilla. Sea como fuere, en Sevilla recalaron mercaderes, emigrantes, marineros, estafadores, clérigos, prostitutas, ladrones, burócratas y buscadores de empleo. Y es que, tarde o temprano, las gentes que navegaban hacia las Indias en barcos españoles recalaban en Sevilla, en su gran puerto del Guadalquivir. De toda Andalucía, del Cantábrico, de la región levantina, Flandes, Sicilia, Génova, Grecia, de todas esas áreas geográficas acudían gentes a Sevilla, sobre todo a los suburbios de Triana (2). En 1503 la Casa de Contratación se había establecido en la ciudad, que se convertía en puerto oficial de la Carrera de Indias. Sevilla pasó de 40.000 habitantes a final del siglo XV a 150.000 en los últimos años del siglo XVI. Sevilla no fue escogida por mero capricho. La alta concentración de personas permitía obtener marinería con cierta facilidad; la ciudad era un centro administrativo y antiguo cuartel general del monarca (los Reyes Católicos habían tenido residencia en el Alcázar), y la vinculación entre Sevilla y la monarquía venía de Fernando III y su hijo Alfonso X; la ciudad era el centro económico del valle del Guadalquivir con trasiego de grandes producciones de trigo, vino, aceite y salazones. Esta prosperidad había llevado a banqueros genoveses a instalarse en la ciudad desde la Edad Media para financiar negocios. Por si faltaba algo, el puerto de Sevilla quedaba protegido a casi 100 Km de la costa (1-3).

El segundo cuarto del siglo XVI resultó especialmente importante para la navegación y el comercio español; la rivalidad con otros países incentivó la piratería y el corso, lo que dio lugar a que España implementara sistemas de fortificaciones en tierra (Veracruz, Portobelo, La Guaira, etc.) y un sistema de flotas con convoyes defensivos (Flota de Tierra Firme y Flota de Nueva España). Estas flotas seguían un patrón, la delantera la ocupaba la nave Capitana (de noche encendía fanales para ser seguida por el resto) y la Almiranta cerraba el convoy. Fue la necesidad de proteger las Flotas lo que impulsó la Armada de la Guarda de Indias (1536); así, con el nacimiento de la Armada se formaron dos grandes grupos de barcos: la Flota comercial y la Armada militar y defensiva (4).

Pero volvamos a los barcos, repasando con Casado (1) los más relevantes. La Nao era arquetipo de nave mercante manca (sin remos) y de aparejo redondo construida en el Cantábrico. Fue el buque dominante en flotas y armadas durante los siglos XIV, XV y XVI. El Galeón es posiblemente la denominación de un tipo de barco bajo la que se encierra el mayor número de acepciones referidas a barcos diferentes. Tanto los Galeones mercantes como los construidos ex profeso para la guerra en España, durante el siglo XVI, se caracterizaban por ser más bajos y largos que las Naos, con una relación eslora/manga que variaba entre 3,4 y 3,8, y haber desarrollado el beque absorbiendo el espolón; su aparejo era redondo. La Carabela era otro buque manco, de aparejo latino, mixto o redondo, cuyo origen parece situarse en los pequeños barcos pesqueros de Galicia, Portugal y Andalucía atlántica. Su construcción en el Cantábrico se detecta desde mediado el siglo XV. La mayoría de las dedicadas al comercio y las expediciones de descubrimiento arqueaban entre 40 y 70 toneles, con una relación eslora/manga que podía estar entre 3,3 y 4. Gracias a su escaso calado y capacidad para ceñir, fueron muy utilizadas por los portugueses y los españoles en las primeras expediciones descubridoras. En cuanto a la Galera, surgió en el siglo XIV, aunque fue en el siglo XVII cuando alcanzó su máximo esplendor. Eran embarcaciones típicamente mediterráneas que constaban de un casco más alargado que los antiguos trirremes (embarcación hacia el siglo VII a.C.). Eran bastante grandes y podían llevar uno, dos y tres palos variando en función del número de remos y la eslora de la misma. La más pequeña de las galeras podían tener cuatro remos por banda, pero las más grandes, como las galeras portuguesas de la Armada Invencible, contaban hasta con 306 remeros. Los países que más galeras construyeron fueron Italia, Turquía, España y Francia, y la última gran batalla en la que se emplearon este tipo de embarcaciones fue la Batalla de Lepanto.

 Por no ser exhaustivos, tan sólo recordaremos que a los anteriores habría que sumar la Carraca, Coca, Urca, Galeaza, Ballener, Barca, Pinaza, Chalupa, Zabra, Batel y Navío (barco de remo o de vela -con el paso del tiempo se solía aplicar con más frecuencia a los barcos veleros- que desde el último tercio del siglo XV se refería a barcos veleros de porte mediano y que en el XVI casi siempre se trataba de buques menores de 100 toneles).

Regresemos a Sevilla, ciudad de vida azarosa, trajín y picardías. Gente enrolada, desembarcada y aliviada en burdeles y tabernas. Su vida transcurría entre barcos y puertos. En el puerto ya se sabe, pero ¿y en el barco?

 

VIDA A BORDO

La residencia, el barco

La casa del marinero, su primera residencia. Parece, como señala Pérez-Mallaína (5), que estar en un barco ya era de por sí un duro castigo, se equiparaba barco con prisión. Un preso nada tenía que envidiar a un marinero en cuestiones de espacio. En los viajes a las Indias del siglo XVI las Carabelas rondaban las 60-80 toneladas de arqueo y las Naos unas 100. En esos reducidos espacios iban decenas de hombres durante muchas semanas sin tocar tierra. Las Naos, por ejemplo, disponían de una sola cubierta a la que se le colocaban sobrecubiertas y toldas para proteger en alguna medida a la tripulación y al pasaje. Estos buques apenas disponían de un par de cámaras bajo cubierta, de muy reducidas dimensiones, destinadas preferentemente al maestre, al capitán o a algún pasajero especial (6). Los Galeones eran de mayor tonelaje, y llevaban varias cámaras que los maestres vendían a altos precios a aquellos funcionarios o adinerados que quisieran o pudieran pagarlas (6). Se ha calculado que 100-120 personas vivían en 150-180 m2, lo que da para 1,5 m2 por persona. Eso durante meses, usando el agua sólo para beber. Y es que los marineros compartían espacio con cajas, cofres, alimentos, aparejos, el cabestrante, el fogón de la cocina, mástiles y animales llevados a bordo. En fin, el barco no era un solar. La cosa de los animales venía de la necesidad de llevar carne fresca para el viaje. Gallinas y cerdos, ovejas o cabras, eran comunes a bordo y no andaban lejos de los dueños pues estos no los querían perder de vista. También había otros residentes, no invitados, eran las ratas y ratones. En este caso daban lugar a entretenimiento (a la caza del roedor) y alimento. Otros compañeros de viaje eran insectos, cobijados en ropas, maderamen y cuerpos. Cucarachas, chinches y piojos eran los habituales. En el siglo XVI, los barcos fueron aumentando de tonelaje y se fue intentando dar más espacio. Pero al ser mayores, también aumentaba la tripulación con lo que el espacio/persona no ganaba mucho. En suma, la comodidad, la intimidad y la higiene eran imposibles. En cuanto a comodidad, sólo la jerarquía de la nave tenía algo de mobiliario, una caja para efectos personales, que hacía también de mesa, silla y, llegado el caso, cama. A la incomodidad del espacio se unía la que causaba el mareo, del que no se libraban alguna vez ni los marineros con más experiencia. El espacio venía dado por la categoría: de palo mayor a popa era la zona “vip”, la proa era lugar de marinería. El capitán, maestre, piloto y pasajeros distinguidos iban bajo la tolda y en las cámaras de la toldilla. Otros oficiales bajo el castillo de proa. En general se buscaban los lugares más ventilados, a fin de evitar olores y calor en las partes bajas o más cerradas. Para paliar los olores se vaciaba la sentina periódicamente, un lugar inmundo de residuos, ratas, piojos, pulgas y mosquitos (6). También se organizaban limpiezas periódicas dentro del navío, al menos una vez al mes, trabajo que en las galeras era supervisado por el llamado “cómitre”. Además, la limpieza diaria se solía encargar a los pajes, hasta el punto que en algunos documentos se les llama pajes de escoba (6). La noche hacía el barco más pequeño: el espacio que ocupa una persona de pie es menor que tumbado, así que el alivio sólo ocurría porque un tercio de la tripulación hacía guardia. En las galeras la cosa era muy agobiante dada la alta densidad humana que soportaban. Sólo los oficiales superiores dormían en cama o camastro, la tripulación lo hacía en las cubiertas sobre colchoncillos, simples sacos llenos de paja. Curiosamente, las hamacas (que se conocían por los indios caribeños) no se habían adoptado para el descanso, lo que sí ocurrió a partir del siglo XVIII. Sobre la intimidad, sólo los ricos la disfrutaban haciendo construir cámaras de madera bajo la tolda. A veces en lugar de para guardar la intimidad eran usadas para alquilarlas y lucrarse. A base de codicia se alquilaban tanto que el peso de las superestructuras hacía más vulnerable a la embarcación. Los más pobres, la marinería, se hacían un espacio con sus cajas o arcas y allí, en grupos, comían y hacían vida. Comer en público iba seguido, ya que la fisiología manda, de evacuar en público. A proa había un enrejado para que la marinería regalara a la mar sus productos de desecho intestinal y vesical. Los oficiales tenían letrinas a popa. La higiene era concepto desconocido. Hacinamiento, olores de animales (humanos y otros), calor, poco agua dulce, etc. eran la regla (en tierra las ciudades de la época tampoco eran modelo de pulcritud). La ropa se lavaba al tocar puerto, hacerlo con agua de mar, tras el secado, no era una caricia para la piel. Se llevaba la “higiene seca”, sin agua: enjugarse el sudor, darse friegas con paños limpios y perfumados y empolvarse (5).

 

Alimentación y vestido

Dada la época y la clase social de muchos embarcados, cebe decir que al menos en un barco se comía. En las largas singladuras transoceánicas, la comida se regía por un par de principios:

                     Menús muy fijos, consolidados durante siglos, pensados para largas travesías.

                     Alimentos capaces de mantenerse largo tiempo de modo natural o en sal.

La dieta básica estaba constituida por el bizcocho (o galleta), agua y vino. El bizcocho era un pan sin levadura con doble cocción (bis coctus) que aguantaba mucho tiempo, y que había que remojar (agua o vino) para poderlo comer. El vino aportaba calorías y cierto olvido de la dureza del barco. La carne que se tomaba era en salazón y cocida. Había algo de queso que, cuando no era posible cocinar la carne (apagado de los fogones en los temporales o enemigo a la vista), era el acompañante único del bizcocho. A veces tomaban menestras a base de arroz, habas o garbanzos con pescado salado o tocino. El pescado más consumido era el tollo o cazón, aunque también sardinas, pargo y bacalao si se había aprovisionado de él. De forma resumida, los domingos, lunes, martes y jueves era una dieta “de carne”; los miércoles y viernes, “de pescado”; y los sábados, “de queso”. Eso sí, siempre que fuera posible, que no eran muchas veces (7). Sentados en sillas de su cámara comían el capitán, el maestre y el piloto, y el cirujano y escribano solían ser invitados. Allí el bizcocho era más blanco que moreno (integral decimos ahora) y el vino no era el aguachirri que bebía la marinería. También tomaban gallina asada, frutos secos, dulce de membrillo, frutas en almíbar, pasas, higos y otras delicias similares. La comida de los marineros la presidía el contramaestre, usando sus cajas como mesas, sólo con cuchillos y en escudillas de barro o madera en la que comían a la vez varios marineros (un grupo o rancho), ni había platos para todos (5,7).

Las comidas solían ser tres al día y el aporte calórico se ha cifrado en unas 3.500-4.200 calorías, con un 13% de tal aporte a base de proteínas. Las carencias más severas estaban vinculadas a ciertos micronutrientes. Así, por ejemplo, por carencia de vitamina C, el escorbuto se iniciaba a las seis semanas de no tomar alimentos frescos; era difícil conservar frutas y verduras (8). Otra carencia era la del agua, que el vino no lograba compensar. Para unas 3.500 calorías vendrían bien 2-3 litros de agua al día, pero al pasar por climas tropicales y con el trabajo duro del barco las pérdidas de sudor eran de hasta 1 litro a la hora (deberían tomar unos 10 litros diarios de agua, algo no posible). En el siglo XVI no era posible desalinizar el agua de mar. No quedaba otra solución que llevar el agua dulce en barricas (mucho espacio en la bodega) y los maestres procuraban llevar la justa por ganar espacio para otros menesteres. Y si se sudaba mucho, hay que añadir la cantidad de alimentos en salmuera que tomaban. El resultado mucha sed y poco agua (6).

La ración casi nunca se servía completa ya que cualquier evento era pretexto para reducirla (calmas, temporales, vientos, etc., eran causa de media ración). El despensero, compinchado o no con el maestre, se quedaba lo suyo, que luego vendía a bordo o se entregaba a cuenta del salario. El marinero llegaba desplumado a puerto y no le quedaba otra que volver a embarcar. Además de darles poca comida, se les daban alimentos de baja calidad o en mal estado. Así que los marineros tenían mejor despensa en la propia mar y pescaban cuanto podían.

En general, los alimentos frescos, como verduras y frutas, apenas se consumían los primeros días. Así, la primera semana era la más equilibrada desde el punto de vista dietético. Pasado este tiempo, los alimentos frescos y la fruta desaparecían durante semanas de la dieta y, si la travesía se alargaba en exceso, comenzaban a aparecer los primeros síntomas del escorbuto, enfermedad típica de los hombres del mar, provocada por la carencia de vitamina C como se ha mencionado (8). Además, las raciones iban menguando.

En cuanto al vestido, los marineros usaban ropas anchas para no entorpecer sus movimientos, blusones con capucha y calzones anchos (zaragüelles). Los poderosos llevaban jubones (más ajustado) y calzas, los marineros blusones y zaragüelles. De abrigo llevaban capotes de mar y gorros de lana (bonetes). Los colores eran pardos o azules (el color de la mar) y el gorro solía ser rojo. De zapatos, los puestos, de ropa de cama nada y vajilla individual tampoco. Eso sí, una jarrita para el vino no faltaba, al igual que algún aparejo de pesca y tal vez algún instrumento musical. Los oficiales sí disponían de mayores comodidades y ropas, utensilios, armas, ropa de cama, etc. (5).

 

Ocio

Los vaivenes del barco iban desde momentos que gran tensión (piratas, temporales, marejadas, etc.) a otros de calma (cambio de guardia, llamada a comidas, rezo de oraciones). Tras pasar las Canarias y empopados con los alisios, quedaba mucho tiempo de travesía en calma, en barco y puertos. En puerto, el maestre mantenía a los marineros a bordo para evitar deserciones. Jugar, hablar y cantar, pescar y leer eran los grandes entretenimientos del marinero (tampoco faltaba la afición al hurto y la búsqueda de desahogo sexual). El juego estaba prohibido, pero se jugaba (de hecho, el alguacil repartía las cartas y esperaba la propina del ganador), más a las cartas que a los dados. Lo de hablar era más bien criticar (como en tierra y como ahora). Leer, siempre actividad diurna, era una actividad en grupo, muchos no sabían, así que alguno leía y el resto escuchaba. Casi el 80% de los libros eran religiosos, seguidos de los de caballerías y alguna novela. En la Carrera de Indias el autor más leído era el dominico fray Luis de Granada (el más leído durante los siglos XVI y XVII). La religiosidad era patente (5). En casi todos los buques viajaba un capellán, encargado de velar por el consuelo espiritual de todas las personas que iban a bordo. Todos los días se rezaban unas oraciones al amanecer, y una salve o letanías al atardecer, improvisando los días de fiesta un pequeño altar en el que se decía misa. Ante el peligro, se multiplicaban los rezos pidiendo la intercesión de la Virgen o de San Telmo (9).

 

Sexo a bordo

Pecado y delito, eso era cualquier tipo de relación sexual. La marinería no embarcaba ni con novias ni con esposas, así que lo que iba a bordo eran “mancebas” (amantes) o prostitutas. La homosexualidad era “el pecado nefando” (abominable por ir contra la moral y la ética). Así que amancebamiento o sodomía eran pecado y delito. La condena era en el primer caso amonestación, multa e incluso abandono en tierra; en el segundo caso venía el tormento y cabía acabar en una hoguera. Pero las mujeres de abordo resultaban cada vez más seductoras a la vista del personal según pasaba el tiempo, ya se sabe, es cosa de la necesidad. Así que, los capitanes, maestres, etc. también sucumbían al encanto. ¿Mujeres a bordo? Sí. Los marineros las embarcaban secretamente y luego aparecían como polizones, las más apreciadas eran las mulatas. También había algunas pasajeras, las casadas con algunos más poderosos que iban bien vigiladas por sus maridos, algunas viudas (que al parecer tentaban lo suyo) y criadas (lo más apetecible). Y ya se sabe que, a grandes males, grandes remedios. Un capitán, Iñigo de Lecoia (luego almirante, natural de Deva -Guipuzcoa-), tuvo la solución anti-pecado: hombres y mujeres juntos (es decir, como ahora). El recato hacía que por no desnudarse delante de los de otro sexo, no se lavaran, el olor hacía el resto. En fin, poco y pecado-delito. Había que esperar a puerto, donde era desatada la pasión en forma de relaciones con prostitutas y violaciones. La cosa sodomita no tiene estadísticas, había mucha ocultación de relaciones con pajes y grumetes, ya se sabe, la pederastia y el silencio (5,9).

 

Riesgos laborales

En los viajes de la época el riesgo era muy diverso y serio: accidentes, naufragios, epidemias, problemas derivados de la mala alimentación y ataques (piratas, corsarios). En cuanto a los naufragios, las colisiones con arrecifes, pantocazos con graves alteraciones en la estructura, balanceo en tormentas, etc., estaban a la orden del día. A pesar de que se cuidaban los calados para poder pasar zonas como las barras (famosa era la de Sanlucar de Barrameda), los accidentes eran muy frecuentes. Ante todos estos posibles eventos había un plan de actuación que pasaba por una “buena” alimentación, apoyo psicológico (tal vez el ejemplo del capitán y oficiales) y despeje de las cubiertas. Había que pensarlo mucho antes de pedir auxilio, éste no salía gratis. Navegar cerca del litoral daba tranquilidad (aquello de ver tierra) pero era lo más peligroso (bajos, rocas, arrecifes), así que ante problemas era mejor adentrarse en alta mar. El fuego a bordo era otro peligro, eran barcos-combustible ya que de ellos todo podía arder. Tras caer el sol y en temporales el fogón se apagaba. Los trabajos marineros generaban riesgo de accidentes, el peor de ellos era caer al agua ya que aquellos barcos no maniobraban fácilmente y el resultado solía ser nefasto. Las epidemias eran otro severo problema. Zonas tropicales con enfermedades poco “conocidas” por los europeos, escasa higiene y hacinamiento facilitaban la transmisión. Vivir o morir dependía, más que nada, de la fortaleza del marino. Tampoco había médicos en todos los barcos (embarcaban en las almirantas y capitanas; en las otras naves había, como mucho, barberos-cirujanos, a veces meros marineros contratados para hacer esas labores) y sus conocimientos eran los propios de la época. En las Ordenanzas de 1553 se señalaba que en cada galera hubiera “botica y barbero, ropa para la chusma, atención de espíritu y menos trabajo” (3). Pero lo que mejoraba (si acaso) cuando se caía enfermo era la alimentación, con caldos, gallina y bizcocho blanco. Si cabía la posibilidad, en América, los marineros enfermos eran desembarcados y llevados a algún hospital. Cómo serían los hospitales, que, si el enfermo era un oficial, contrataba alguna mujer para sus cuidados en una casa a fin de evitar el hospital y el contacto con la marinería enferma. Señalaba Marañón (10) que muchas veces eran bastante más peligrosos y expuestos los períodos de atraque obligado, por reparación o carena, en puertos tropicales, allí donde los peligros de epidemia y sus secuelas de muerte resultaban algo habitual. Hubo flotas que perdieron a dos tercios de la tripulación por enfermedades (6). En cuanto a los muertos, casi siempre acababan en un adiós por la borda con más o menos ritual según categoría. Las batallas navales eran otro peligro, mucho más antes del sistema de convoyes; de hecho, en la primera mitad del siglo XVI, el asalto por piratas o corsarios a barcos “sueltos” era la norma y no siempre se podía rehuir el combate como trataban de hacer los mercantes. Ante los ataques, las armas de defensa eran ponerse a barlovento (así el humo de las armas cegaría al atacante), la comida, la bebida (entonces a discreción) y la arenga de los mandos. Todavía la artillería gruesa era escasa. En cubierta, barriles de agua para apagar fuegos. Si nada de eso funcionaba, quedaba el mano a mano tras los abordajes. Ya en la segunda mitad del siglo los barcos de guerra formaban convoyes con los mercantes y la artillería hacía menos frecuentes tales abordajes. En las batallas había heridas y el remedio era lo que se podía y se sabía hacer: en las lesiones por cañonazos se solía amputar y cauterizar la herida, quemándola con metal caliente o aceite hirviendo, sin anestesia; los apósitos de grasa animal se utilizaban para cerrar cortes –aunque con riesgo de supuración y gangrena–; las heridas de espada o pica se cosían; las de bala o flecha tenían una curación más dificultosa y podían provocar la muerte fácilmente por hemorragias internas, huesos astillados o infecciones varias.

Epidemias, temporales y piratas se unían a otro peligro, la codicia humana. Codicia que llevaba a cargar y cargar los barcos, lo que acababa en tragedia, el lucro se iba a pique.

El resultado de todos los peligros señalados lo cifra Pérez-Mallaína (5) en unos 123 muertos por mil, cuando la mortalidad media en la Europa de la época era del 40 por mil. Parece que la mar mataba tres veces más que la tierra (aunque este punto no es exacto ya que la mortalidad en tierra incluía la infantil que, entonces, no era baladí).

 

CONCLUSIONES

Durante muchos años del siglo XVI no hubo grandes batallas navales, fueron años empleados para construir flotas, tanto para la lucha como para el transporte. En el Mediterráneo, la Galera seguía siendo el navío más polivalente (utilizado en tiempos de paz y de guerra, impulsado a vela y remo). Este barco necesitaba, además de la tripulación y de los soldados que podían transportar, un número variable, pero elevado, de remeros para impulsarla en momentos de calma o en los encuentros con el enemigo. En el Atlántico se impuso el Galeón, más apropiado para las aguas bravas y largas travesías, artillado especialmente en las bandas de babor y estribor con algunas piezas a proa y popa. Eran los barcos más poderosos y por lo general en las flotas iban acompañados y auxiliados por otros de menor envergadura y calado como los antes citados (Urcas, Carracas, etc.). El pensamiento militar del siglo XVI, particularmente el de la segunda mitad, no se ocupó gran cosa de la lucha en el mar, ya que siguió considerándose a los navíos como el medio para transportar las tropas y protegerlas en ruta, para golpes de mano contra el enemigo y para bloquear algunas rutas o puertos, pero no se registraron novedades en las tácticas navales, el abordaje conservó toda su importancia (11).

En cuanto a la vida a bordo, objeto de este análisis, hay que destacar que la historia naval de los siglos XVI y XVII estuvo marcada por una actividad frenética, tanto en el área mediterránea como en la zona atlántica e indiana, de ahí el gran número de escuadras que poblaron todas esas aguas. El mar era un instrumento básico sobre todo para el comercio, por lo que su control era indispensable para la salvaguardia de los productos que iban de unos territorios a otros. La tripulación disfrutaba de una alimentación algo repetitiva y de no muy buen ver, pero suficiente para no desnutrirse durante un tiempo (aunque sí para contagiarse), cuya base fue el bizcocho, el agua (poca y mala) y el vino.

El problema más importante fue el higiénico-sanitario, básicamente por tres razones: ausencia o escasez de facultativos (todo recaía en barberos-cirujanos de poca o ninguna formación), confinamiento en un espacio tan reducido (lo que provocaba una rápida propagación de enfermedades y epidemias) y la presencia de la chusma, con gran insalubridad, siendo foco de parásitos, animalejos e insectos muy nocivos para la salud de toda la tripulación. Todo se agravaba cuando se sufrían heridas, sobre todo en batallas, ya que, aunque las curas seguían un patrón más o menos apropiado, la citada insalubridad portaba, en ocasiones, consecuencias más nefastas que las propias lesiones en sí.

El tiempo libre se ocupaba básicamente en el juego, tanto en mar como en tierra, así como en otros divertimentos como hablar (sobre todo criticar), cantar, pescar o escuchar cuentos o lecturas, aunque fueron siempre secundarios, al menos para la mayoría. Cuando se fondeaba y las circunstancias lo permitían se solían subir prostitutas a bordo.

Los hombres eran muy religiosos en momentos de máxima tensión vital, llevados sin duda por el universo sacralizado de la época, aunque en la vida cotidiana se movían por palabras y acciones pecaminosas y heréticas. Esta doble moral fue también usual en la época (como lo sigue siendo).

Atendiendo a cuestiones de género (diríamos ahora), el cuestionamiento de llevar mujeres a bordo fue siempre un tema controvertido, ya que la administración no quería que embarcaran prostitutas ni familiares para no distraer al personal. Pero, por otro lado, los hombres necesitaban liberar la tensión sexual de alguna manera, así que las relaciones sexuales heterosexuales parece que se dieron mucho más en puerto que navegando. En cuanto a las tendencias homosexuales de la tripulación, parece que fueron habituales (9).                                                                 

 

Referencias

1.     Casado JL. Los barcos del Atlántico ibérico en el siglo de los descubrimientos. Aproximación a la definición de su perfil tipológico. En: Torres B (Coord.). Andalucía América y el mar: Actas de las IX Jornadas de Andalucía y América (Universidad de Santa María de la Rábida, Octubre 1989). 1991. p. 121-144.

2.     Guerra A. Sevilla. Hospital de Indias. Córdoba: Almuzara; 2005.

3.     Casado JL. El Cantábrico y las galeras hispanas de la Edad Media a la Moderna. Itsas Memoria. Revista de Estudios Marítimos del País Vasco 2003; 4: 537-552.

4.     Hernández CA. Naufragios. Salamanca: Editorial Renacimiento; 2009.

5.     Pérez-Mallaína PE. Los hombres del océano. Sevilla: Servicio de Publicaciones de la Diputación de Sevilla; 1992.

6.     Mira E. La vida y la muerte a bordo de un navío del siglo XVI: algunos aportes. Revista de Historia Naval 2010; 108: 39-57.

7.     Moreno A. La vida cotidiana en los viajes ultramarinos. En: España y el ultramar hispánico hasta la Ilustración: I Jornadas de historia marítima. Madrid: Instituto de Historia y Cultura Naval; 1989. p. 113-134.

8.     Jáuregui-Lobera I. Navegación e Historia de la Ciencia: Escorbuto. JONNPR 2017; 2:416-430.

9.     Marchena JM. La vida y los hombres de las galeras de España (siglos XVI-XVII). [Tesis Doctoral]. Madrid: Universidad Complutense; 2010.

10.  Marañón G. La vida en las galeras en tiempos de Felipe II. Ars Médica. Revista de Humanidades 2005; 4(2): 217-237.

11.  Martínez Ruiz E. La renovación militar: Renacimiento y Barroco (siglos XVI y XVII). Madrid: UNED; 2019.



[1] Este artículo es parte de un trabajo final del Diploma de Especialización en Historia Militar del Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado.